"Lo que importa es la firma", repetían como loros, "lo que importa es la firma". Obviaron por eso las mejores cualidades; se escudaron en su moral, en no querer moverse y en ganar por banalidades.
Francis Picabia lo tuvo claro. Ni siquiera iban a mirar el contenido de la obra. Recogió las firmas y algunas ocurrencias de todos sus amigos (suerte de los que tan bien se rodean) y creó la pintura perfecta, un caos limitado por el universo de un lienzo, sin individualismo, sin personalidad, L'oeil cacodylate, un "ojo cacodilato" que todo lo ve, colectivo dadaísta mediante.
Ni Giocondas, ni Meninas, ni Sardanápalos, con ello pareció espetar: "Ahí tenéis, estúpidos, la creación más perfecta del mundo". Eso era arte conceptual.
Como si fuera un experto, le volvieron a plantear la sempiterna cuestión. Y lejos de tener la verdad absoluta, no concebía la misma respuesta que habría tenido cinco minutos antes. Lo cual, en ese tema, podía ser digno de alguien próximo a ser un experto, o lo que era lo mismo, un charlatán.
-El arte -engoló la voz con orgullo de urogallo- hoy puede ser figurativo o abstracto; subjetivo u objetivo; realista, fantasioso, hasta simbólico; de traza infantil o grave pedantería conceptual; exagerado tanto en lo trágico como en lo cómico; y aunque siempre sin convencimiento, evasivo o comprometido. Antes se llamaba artistas a héroes que podían quedar por encima de los más triunfantes caudillos o de los pensadores más sesudos y preclaros, y si lo que ahora se intenta hacer puede compararse en algo a aquello, entonces yo soy crítico, muy crítico de arte.
Podían preguntarle al mismo Antonio López, el pintor español vivo más cotizado del momento, y a la postre, el más aburrido, y con seguridad tampoco tendría razón. Por mucho hiperrealismo, no se llega a la verdad.
Apartando lo solemne del tema, en aquellos cinco minutos prefería quedarse con lo transgresor y jacarandoso, con la estratégica cáscara de plátano o el típico tartazo en la cara, o con la mierda enlatada si hacía falta. Eso también era arte, según algunos. Muy bonito el membrillo, pero todo acababa podrido.
¿Cómo no se le había ocurrido antes? O, si se lo había planteado alguna vez, ¿cómo no lo había empleado? Sobre todo después de caído el Telón de Acero, los USA y la URSS podían justificar sus avances tecnológicos tan rápidos, repentinos, e incluso algunas derrotas, lo que habría costado cantidades ingentes de dinero, y más que nada, vidas, muchas vidas de inocentes, con haber tenido como hipotético enemigo mutuo, tercero en discordia, el ataque fortuito de fenómenos OVNI. Con lo que gustaba Vengando de la intoxicación informativa, de la falsificación en sí, dado que la verdad era algo relativo, ¿por qué no iba a utilizar una extrañeza tal que provocara una reacción de inquietud, un miedo sin pruebas? No había tenido contacto sensorial con habitantes de planetas ajenos, pero ya sabía que, de contaminarse con la simple luz proyectada por uno de sus artefactos, con limpiarse con queroseno, y mantener en letargo la noticia hasta el momento apropiado, la estrategia perfecta, bastaba. La extravagancia, aunque fuera una idiotez, convencía a la fuerza; era algo que nadie iba a entender, por lo que cuestionaba la propia integridad, la vida misma.
En fin, dado que el documento en el que se basaba le pareció tan raro y espectacular, sin desperdicio, se decidió a publicarlo enterito.
Pese al aroma acre por la excesiva cercanía, no dudó en encender uno de sus cigarros junto al polvorín mientras conversaba con el Consejero. Fue él quien interrumpió entonces diciendo:
-Excelencia, puede que ponga nerviosos a los soldados por esto.
En efecto, habían dejado lo que estaban haciendo, trajín paralizado de logística, carga balística y provisión de combustible, agua potable y alimentos para un simulacro de misión en la frontera. Vengando gesticuló interrogativo, por si su subordinado se refería al peligro de fumar allí. La respuesta fue afirmativa con la cabeza.
-Dirígete a ellos y haz que formen filas. Ahora voy yo.
Se levantó el Consejero a dar la orden. Vengando esperó hasta beber el último sorbo, dejando la copa sobre un plano de movimientos como posavasos, para después, alzarse de la silla de mimbre y acercarse con paso firme ante todos, deslizándose como un león de la sombra al sol inefable.
-Seré breve, soldados. Supongo que aún sois demasiado jóvenes y no consideráis que hayáis hecho nada importante en la vida. Es mucho también lo que os puede quedar por ver. Yo os diré que en mí podéis ver un espejo, y que mi orgullo debe ser el vuestro. Si eso no se cumpliera, no seríais dignos de estar ahí, delante de mí. Para mí hay dos clases de hombres: los que arriesgan y los que no. Prefiero a los que arriesgan, por supuesto. A estos, sin embargo, los subdivido en otras dos clases: los que no tienen nada que perder y los que consideran que pueden ganar mucho. Los primeros creo que acaban como suicidas; a los segundos sólo les puedo considerar unos valientes, pues tienen un objetivo, y sé que lucharán por él. No hagáis caso de las cenizas que pueda derramar yo aquí; sed de los que arriesgan para ganar. Sólo de esa manera podréis ocupar mi lugar si algún día yo no estoy... Consejero, escribe un comunicado por el que a estos hombres les serán garantizados dos días de permiso tras el simulacro.
El omnímodo volvía a su asiento, todavía bufando humo. A sus espaldas resonó como un seísmo:
-¡Descansen y rompan filas!
El alborozo hizo olvidar todo peligro del cigarro del mandatario. Más de uno se habría unido también a fumar allí mismo.
-Dejen de bromear y vuelvan al trabajo.
Cuando llegara el momento, sería imprescindible que todos los efectivos estuvieran preparados, ensalzados sus ánimos para dar batalla. Para entonces, no habría ni tiempo de solaz en los que dedicar unas palabras bondadosas, ni descanso ni piedad por parte del enemigo.
A Vengando le encantaba la extorsión; sabía de una historia mundana que constituía de ello buen ejemplo. En la misma, las instrucciones estaban claras, todo sobre un infeliz desempleado. Y como el mísero poseía aún suficiente cordura, había que volverle loco. Para impeler sus ánimos cada día, se le debía presionar en asuntos distintos e incompatibles entre sí, y por supuesto, se le cuestionaría cualquier acción que emprendiera, por insignificante que se considerara. Habiendo conseguido un curso por su situación de parado (y habiéndosele casi impuesto), en su momento se le debía decir que lo aprovechara, que de encontrar un trabajo no debería aceptarlo. Otro día habría que comentarle que hiciera una o dos carreras más, de los años que fueran, a su edad, para que consiguiera empleo más "pronto"; el curso ya no valía. Otro día más, era interesante repetirle que tenía que conseguir trabajo cuanto antes, aunque ya no tuviera que vender el alma, tan sólo regalarla con el cuerpo. Incluso otro día, habría de recordársele que varias de sus falsificaciones de obras de arte se encontraban aún a medio hacer, así como otros encargos más inocentes y absurdos, o que de escribir algo, otra de sus dedicaciones, cambiara su estilo, porque quienes tenían la misión de alienarle no lo entendían. Lo que se le decía una noche, a la mañana carecía de valor y era todo lo contrario. Fuera de interrogatorios aún más inquisitivos, se le preguntaría de continuo qué novedades se habían sucedido, pese a la consciencia absoluta de una habitual escasez de buenas noticias. No haría falta mencionarle que de irse de vacaciones, por mucha época estival y dada la situación general, no había nada que hacer, pero ni siquiera era lícito que saliera de casa, tanto menos cuando se insistía en que todo lo que fueran compañías o cualquier otra eventualidad que costara dinero resultaba peligrosísimo. Él nunca había pedido nada, y "no le iba a faltar de nada", pero esa tenía que ser una de las cuestiones primordiales. Siempre estaría mejor enclaustrado en su studiolo. Y desde una moral de lo normal y lo lógico, por muchos años infructuosos que pasaran con la misma historia, se le debía convencer de todo ello, una lucha psicológica sin cuartel entre las pulgas opinadoras y el perro flaco. Todo valía menos callarse.
Aunque no demasiado precisos, se conocían varios finales de tal relato. Lo cierto fue que se proyectó basar en semejante método una terapia de choque para los manicomios. Los enfermos habrían de acabar tan mareados que, hartos, desecharían ellos mismos la locura de su persona.
Y es que esa debía ser la idea de una vida plena, con dos cojones.
Cada quien tiene lo que se ha merecido. Y él había sembrado bien. Si cosechaba miedo, era por su semilla de hastío, de imposibilidad e incoherencia, de sombra. Se distinguía, sin duda. Nadie osaba saludarle si no era él quien llevaba la iniciativa. No podía ser mayor el sentimiento de orgullo por el trabajo cumplido, ni el de aislamiento por ese mismo trabajo cumplido, en apariencia, en contra de todo el mundo. ¿Qué habría hecho tan malo? ¿Y en qué habrían incurrido los demás? La venganza, por muy fría, nunca sería un entremés, ni la mirada, siempre perdida, un reflejo de sí mismo, mucho menos de los otros...
En el fondo, no le iban a echar de menos más que en el Infierno.
La logia era como la vida misma. No se entraba tanto por voluntad propia como porque los demás quisieran, o al menos lo permitieran. Y tampoco se sabía muy bien cuándo, cómo y por qué acabaría uno saliendo de ella. En cuanto a las variantes dentro, según fueran las circunstancias y la propia iniciativa, se podía oscilar entre, por poner un ejemplo, conocer y manejar la cotización de una obra de Le Corbusier o tener que investigar y pujar por el precio de un riñón en el mercado negro. La mayor o menor clandestinidad de las acciones la marcaban los superiores, y lo más seguro era que se pudiera alcanzar su grado sólo en relación directa con los mismos. Distribuían las armas; también las quitaban. Hacia ellos siempre había una mezcla de agradecimiento y ansias de venganza, aunque fuera por la suerte de sus generaciones anteriores, a veces muy anteriores. Y por supuesto, "Te estamos vigilando", era lo más adecuado que podían decir desde sus pedestales.
Perder el Norte cobraba otro sentido, sobre todo porque eso era el Este, y amanecer y amenazar podían allí conjugarse a la vez. Así lo había soñado Vengando, que se apostaba en lo alto de la atalaya para otear la conjunción del cielo y la tierra, en una de las zonas más tranquilas de sus territorios, la frontera más pacífica y neutral, desde donde creyó vería al ejército enemigo resplandeciente, deslumbrante incluso, adelantando al sol en su nacimiento sobre la negra pradera infinita, dándole sonido de metales y corrimientos de tierra al gran astro. Ardería y le haría arder. Y tras devolver al centinela los binoculares, se le pudo ver con los brazos cruzados sobre el pecho, pensativo, como si fuera incapaz de moverse de lo capaz que era de todo. Aparte de un árbol seco y blanco, que rompía el paisaje nocturno como un rayo fosilizado, sólo encontró en la distancia a una familia que arrastraba a duras penas el carro en el que llevaban su paupérrimo equipaje. Atravesaba la frontera como tantas otras y huía del regio sistema que el uniformado había impuesto hacia tierras más prósperas... Eso no lo había soñado.
-Asómate y observa cómo sale de pútrida el agua de las fuentes de mis jardines. Incluso desde aquí se ve, se huele. Ya no hay nada bello dentro de las fronteras imperiales. Es mala señal, muy mala. La negación parcial de esa última alianza que procurábamos no mejora nada. Hemos sido demasiado generosos, Consejero, también ha sido demasiado lo que nos hemos esforzado, y de buenos hemos sido tontos. Tanto trabajo no ha dado ningún fruto, ninguno en años. Las buenas noticias que se hayan sucedido durante este tiempo no han sido más que quimeras que han acabado devorándonos poco a poco; que aún mastican nuestras vísceras, nuestra alma... En breve es muy posible que declare la bancarrota, y no me refiero a una cuestión económica, que también, sino a la poca moral que queda entre estos muros. Haciendo las cosas bien hemos recibido respuestas negativas; haciéndolas mal, sólo nos podrá responder el destino con miedo, con pavor. De seguir así, se acabaron las pretensiones sobre una Edad de Oro con sus buenas intenciones; la del Horror será la que dé comienzo...
-Excelencia, yo no cambiaría los planes; reinventaría los cambios.
-De eso mismo te estoy hablando.
Su evolución era lógica, natural... Empezó intentando ser (hacerse) artista, después pasó por emular a un crítico de arte, caso omiso del resto del mundo, para al final acabar como intento de coleccionista y atesorador y en efecto crítico de todo, ya que estaba harto de casi todo. Debía abarcar lo máximo posible, pero con la menor responsabilidad; de no ser bola de demolición, péndulo del caos, no serviría para nada. Hasta entonces, todo esfuerzo habría sido inútil. Y si una idea dadaísta de la destrucción por la destrucción, por amor al arte, podía tener sus límites, estos no se iban a encontrar, por supuesto, en lo que todavía quedaba en pie. Para destruir siempre había algo con qué jugar, construido por otros, y tiempo, ilimitado y sin noción de culpa, y dentro de ese tiempo, por entre las cenizas, alguna vez tronarían de nuevo los ultramundanos graznidos del Ave Fénix para arrasar y dejar yermos los más fructíferos campos, hasta el Parnaso; hasta la Aurora, crispados sus dedos de rosa, con los cabellos en llamas perseguida hacia el horizonte en pos de una noche más fría y más larga. Quizás Lautréamont, Nietzsche o Tristan Tzara, allá donde y cuando se encontraran, se sentirían orgullosos. O quizás repudiarían la idea misma. Importaba poco.
El aire surcaban como si gozaran de la mayor de las inmunidades, o de las impunidades, de lo que fuera, sin siquiera pensar en lo corta que podía ser su existencia de mierda. Zumbaban pendientes de sus transparentes alas, intentando quizás entonar a Wagner, un Wagner sin sentido, desdorado, en su plan de ir y venir, y amenazar, y atacar. ¿Cómo se atrevían? Vengando sabía que ante ellos la batalla sí estaba perdida; que sólo fuera esa derrota la que se añadiera a la lista, una y no más. Se podía sentir como Marco Antonio frente a Octavio Augusto, haciendo el ridículo histórico en Accio, cuando tiró todo por la borda, una victoria casi segura, un futuro triunfante, por su Cleopatra, por una mujer, ¿cómo no? Y al contrario que el del frustrado, nunca emperador romano, el de Vengando no llegaría a pasar a la historia por lo banal, pero sería igual de absurdo o más. Abortó su estrategia de mandar encender las luces, subirse a la cama y vigilar al veloz enemigo. No había ocasión de matar a esos mosquitos impíos improvisando planes a deshoras. Estaba decidido: Dormiría y olvidaría; lo intentaría. Al cabo, en las horas siguientes le picarían más temas como la economía o ciertos códigos que los acres estragos inferidos por unos cínifes inmundos.
Se ajustó los anteojos, y dejando caer el codo, puso en la sien su regia mano, preocupado, sin apartar la mirada de las artificiosas reverberaciones.
-¿Qué pensamiento, qué maravillosa inspiración fue lo que os llevó hasta esto, camaradas Eisenstein y Prokofiev?
-Disculpe, Excelencia...
-Hablaba con los muertos -sonrió el uniformado-; no me hagas mucho caso... Recuérdame, Consejero, cuándo decía yo que una guerra se daba por perdida.
La luz destazaba la sombra a cuchilladas y comenzaba a tronar la música con su aliento antiguo, metálico, frío y desvirtuado, por entre los aún más gélidos y angulosos muros de piedra. Sólo los dos hombres se enfrentaban al cinematógrafo, aislado en su laberinto el resto del mundo, cada centinela en su puesto de guardia, cada preso en su celda.
-Usted perdería la guerra sólo cuando muriera, Excelencia.
-Yo y todos, Consejero, yo y todos; ese es nuestro sino. ¿Y en qué momento volví para dedicarme a nada? ¿Qué me lleva ahora a mirar una ridícula pantalla poblada de personajes que simulan que se matan entre ellos? Además, lo hago aquí, en mis propias prisiones. Podría constituir una patética genialidad, pero no me lo creería. Mientras, mis efectivos, dirigidos por incompetentes, seguro, llevan la guerra allende mis fronteras sin mí, sin mi presencia, sin mi mando directo. Yo tendría que estar en primera línea de batalla. Dime, Consejero: ¿Qué ha fallado, si es que ha fallado algo?
Callaba el subordinado.
-Los objetivos eran claros; las prioridades, calculadas e indiscutibles. Sé que en ellos no me equivoqué, ni me equivoco. Quizás sí lo hice con los medios, con la estrategia, y sin embargo, ¿cómo se puede saber si una estrategia es eficaz hasta que no se comprueba en combate, hasta que no concluye éste? ¿Estábamos seguros de tener todos los frentes bien cubiertos? Quizás he retomado las riendas cuando, de lo que había dejado, sólo quedaban tropas en ruinas. Julio César también lo tuvo difícil y supo consolar, animar para volver a luchar y compensar a sus soldados. Yo, por el contrario, me he convertido en una suerte, mala suerte, de burócrata inmóvil.
Se tejía en el aire claroscuro y zumbante la incomodidad. No concebía Vengando que perder tantas batallas, sin llegar a la muerte, equivaliera también a perder la guerra. Quizás sin pensar del todo en ello, trágico, se levantó.
-Basta; apaga eso. No quiero ver aún el final.
Ocurre a veces que no se sabe si antes se ha vivido una situación igual, acaso similar a la que en la realidad presente ha lugar. Cuando a Vengando le quitaron la venda de los ojos no le cegaron menos. En un paraje no del todo desconocido, monstruos de granito se erguían delante, y rodeados por los pinares pudo intuir tras él, por quienes entre sí hablaban, a varios hombres y mujeres de la logia de un grado superior al suyo. Una voz femenina comenzó:
-Ha pasado mucho tiempo, señor Vengando. Estábamos muy interesados en que viniera, y pese a las condiciones que hemos tenido que imponerle, le agradecemos haya accedido. De hecho, sabemos que es difícil que pueda llegar más lejos.
-Como los sueños -era ésta la voz de un hombre-, no va a saber si le engañamos o no. Como los sueños, como el que le ha despertado esta misma mañana, verbigracia, en el que varias imágenes de Medusa le asediaban, la oferta que le haremos puede ser fácil de olvidar.
Era imposible que supieran hasta eso; de alguna manera, aquella decapitada imagen de sanguíneos hilos colgantes y rostro aterrorizado se la habrían inducido ellos...
-Y como los sueños -hablaba de nuevo la mujer, solemne-, lo que le proponemos puede ser una levedad en el infinito, algo que se pierda, un pasado difuso para un futuro incierto que podríamos cambiar. A usted le gustaría crecer con nosotros; nosotros también así lo desearíamos. Por desgracia, puede que no sea usted el elegido, que seamos nosotros quienes nos equivoquemos...
Que su vida cambiara por completo quedaba en sus manos. No había mucha más esperanza... Tras unos minutos de silencio, el convidado de piedra optó por darse la vuelta. Se habían ido todos. A lo lejos oyó unas voces, y en unos minutos, el ruido de los motores pareció perderse hacia el abismo, como a su abismo caía.
No es que sea malo que, cuando a uno le gustan el arte, la literatura, la ópera o las mujeres, deje de hablar de arte, de literatura, de ópera y de mujeres. Puede que haya descubierto nuevos deleites. De no tratarse de esto último, en cambio, sí resulta pernicioso, mucho, cuando uno no puede dejar de hablar de otros temas, siempre de lo mismo, y ese mismo no le gusta en absoluto. El aire entonces se emponzoña; enferma quien habla y también, de seguro, quien escucha. Téngase, pues, en cuenta siempre que, mientras haya voz, se puede cambiar de tema.
La gente vibraba expectante en la plaza; era el morbo de ver en lo que podía basarse su propio castigo. Una absoluta fiesta en honor de la violencia, para mucho de ese morbo daba la mente humana. Sus asiáticas majestades, aquellos gigantescos elefantes, aplastaban con sus recias patas las sandías esparcidas por el suelo. El sol resplandecía como una pátina antigua sobre la dulce sangría, y todo el mundo aplaudía por cada nueva explosión de rojizo jugo.
Bajo la sombra del palco se atisbaba cómo Vengando, tras minutos tenso y airado sin mirar siquiera el espectáculo, parecía querer retirarse, y sin embargo, hizo acercarse a su Consejero para unas directrices últimas que nadie más que él conocía:
-Es que no me lo puedo creer... ¿Qué exijo siempre? Exijo discreción y coherencia, sólo eso, discrecion y coherencia. Habrá más cosas, pero ambos principios son capitales. No sé ni para qué lo han hecho, ni por qué tanto interés, pero esos embajadores de la mierda han metido demasiado las narices; haz que se las corten. Que sea aquí, delante de todos, después de la actuación de los paquidermos; una vez ejecutado ello, que vuelvan al lugar de donde han venido. Mi público, mi pueblo, también lo está deseando. Tras tantos años parece que volvemos a los inicios, pero se han acabado los tiempos de bondad; no tengo tan buen humor, y tampoco pienso ser piadoso. Y si alguien deberá arrepentirse, serán ellos. Por último, que no se den explicaciones de nada de esto; No tengo más que decir por el momento.
No debía quedar nada de la historia de lo conquistado para que, de ser expulsados los invasores, resultara más difícil una reconstrucción, una recuperación de las identidades; en eso se basaba la principal consigna. Mientras unos más adelantados con los lanzallamas proyectaban vivísimos chorros de fuego sobre archivos, libros y obras de arte de los edificios oficiales entre el ambiente irrespirable de combustión y destrozo, algunos otros, más atrás y pistola en mano, avanzaban tanteando a las víctimas y descerrajando un certero disparo en la frente o en la nuca, desgraciado tiro de gracia, a quienes osaban sobrevivir entre las ruinas. Y la atmósfera cálida, densa, de un sucio amarillo en incesantes murmullos, no acallaba del todo los gritos del exterior, tampoco los motores de las máquinas, ni el silbido y la detonación de los proyectiles aéreos. Descripciones tan gráficas y peores escuchaba a veces de soldados suyos en sus momentos de ocio, y por infernal y trágico que pareciera, otras pesadillas podían absorberle a él, con la importancia que mereciera según la circunstancia, pero siempre persistentes y repetitivas, cansinas y casi cotidianas... Diferente, pero no baladí, era lo que para el futuro esperaba.