Se hacía evidente que el mundo se iba al carajo. Grecia ardía entre las protestas; Bélgica quedaba descabezada; se hundía Islandia en la miseria; Rusia se rearmaba y encontraba nuevos aliados; Paquistán e India no merecían más comentarios; Japón dormía y China se lesionaba... El capitalismo parecía caerse por su propio peso, peso, por otro lado, de las trampas que el capitalismo para sí mismo había creado. Todo se convertía en nervios incontrolables, y en dinero de madera con el que ya no se sabía traficar. En los tiempos que corrían, no habría resultado tan raro como, incluso, propicio que una Italia comunista nacionalizara el Vaticano, crisis de fe en cualquier sistema. Y no podía ser la paciencia la única estrategia.
-Escribió Guillermo Cabrera Infante: "No hay como un periodista para usar palabras largas al servicio de ideas cortas". Con algunos dirigentes políticos pasa casi lo mismo. En el caso del griego Karamanlis, éste se está empezando a convertir en símbolo de lo que no hay que hacer; ahora parece incluso desaparecido. Su modus operandi lleva en sí el pecado y la penitencia, y por la fuerza debería convocar unas elecciones anticipadas. Tener un imperio extenso, un poder largo, duradero, o llevar un gobierno que, aunque sea efímero y en un país pequeño, desde presupuestos kantianos se pretenda ejemplar, he ahí la cuestión. Cuando uno se aferra al poder no quiere jamás soltarlo, pero llega un momento en que la situación crítica invita a proclamar una dictadura, o a ver la reacción de una revolución global, y por ende, al final, la de otra dictadura, sean del signo que sean. No hay que estar a la altura de las circunstancias; hay que saber estar por encima, con hechos, no con palabras.
¿Había que consumir? Dada la coyuntura, era difícil hacerlo. Persistía una profunda falta de método. Mientras las economías se desangraban, nadie ejercía presión sobre la herida y la hemorragia no cesaba. Surgió, por tanto, una idea, un plan de choque, la nacionalización del consumo, y la expuso ante los observadores internacionales, que tendrían que acatarla por incrédulos que se mostraran. Las ayudas, pues, no se dirigirían a la banca, sino de manera directa al ciudadano. Si éste necesitaba una vivienda, sería el Estado quien se la comprara; si necesitaba un vehículo, igual; lo mismo si solicitaba un lugar donde abrir un negocio. El aval serían los propios objetos solicitados. Quien se acogiera al plan no tendría que pagar hasta años después, resuelta ya la crisis, con muy pocos intereses y a plazos, dependiendo de las necesidades individuales. En el caso de que su estabilidad económica no evolucionara y se viera en la imposibilidad de abonar la cantidad pertinente, sería devuelto lo obtenido. Cada caso se estudiaría uno por uno. En cuanto a gastos menores, y de ser imprescindible, sacaría al ejército a las calles en misión humanitaria para censar a la población más vulnerable y repartir (sólo a esa población, la cual sería controlada, e incluso, investigada) víveres y productos de primera necesidad sin gasto alguno. Se mantendría la producción en las fábricas y se tiraría de la deuda todo lo que hiciera falta. El consumo se movería aunque fuera a hachazos.
-Nosotros hemos provocado el problema. Tenemos la responsabilidad de resolverlo.
Y entonces, interrumpiéndolo todo, radiofónico se escuchó un agorero mensaje de rebeldía:
-Tan lejos estamos de las Panateneas de verano; tan lejos de reventar lleno del invasor el Partenón, hijos de Estigia... ¿Creíais que ibais a tener todo hecho? Tambalead desde vuestra provincia toda Europa. ¡Luchad por Grecia! ¡Luchad por la libertad de pensamiento y del ser humano! De hecho, ¡no hay nada como el ser humano, y nada como el antropocentrismo y el antropometrismo! No lo dice el Gobierno griego, que se ve ya no puede hacer nada; ni ningún Gobierno, ni los bancos, ni nadie. Lo dice la propia filosofía de Grecia. Byron se inmortalizó también con ello. ¡Buscad algo más grande! ¡Buscad todo o nada! Poco no conviene, menos el presente de la economía difunta, su cuerpo presente. Ahora no hay nada que salvar, más que la identidad y la voluntad. ¡Hacedlo y extendedlo, pueblo de Grecia, origen del mundo, nacimiento de todos nuestras inquietudes! Y algún día, quizás dentro de tres milenios, los griegos podréis sentiros orgullosos de nuevo diciendo que la revolución volvió a surgir en Atenas, la misma de Pericles y de Fidias, porque si no es así, puede que no haya nunca más nada...
El ser humano no estaba hecho para sobrevivir, sino para vivir en la opulencia, en la comodidad y en la gloria; para eso era la especie superior; para eso había evolucionado. Y en un intento último de atar perros con longanizas y matar moscas a cañonazos, pretendió el mandatario promulgar un nuevo texto, base, quizás, de un cambio más extremo. Eran planes que se dejaban llevar por una corriente que parecía ir a perderse, a morir en un océano inmenso. Y de tal manera, por ejemplo, se declaraba en una serie de artículos que el trabajo no volvería a ser un privilegio abstracto de los ciudadanos, sino un deber físico del propio Estado para con ellos. Cualquier hombre útil tendría una misión, aunque fuera de limpiabotas, de camillero o de jardinero, si no de soldado; habría de colaborar en el enriquecimiento de la comunidad, no ser su lastre. La nacionalización de los oficios para los desempleados puede que naciera ya muerta, pero tan cerca de la ruina absoluta no podía haber otro remedio. Casi economía de guerra, era incompatible cualquier opción a la inactividad y al descanso.
Visto lo visto, en unos tiempos tan delicados, se anunciaba algo que podía ser importante. Como se postulaba en El Gatopardo, cambiaría quizás todo para que nada cambiara.
Apareció de nuevo en sus jardines con el espeso abrigo del Este capaz de dar calor a todo un pueblo. El vaho por delante, los escarchados galones, las desvaídas medallas, las armas cristalizadas y la predisposición de sus anteojos para empañarse avalaban el aire gélido que reinaba. El Consejero, que le esperaba trémulo, también en uniforme, junto a la estatua ecuestre, se unió a él para escucharle:
-Al final no cuajó la nieve, pero mira, todas mis propiedades parecen congeladas. Tantos tonos verdes, el canto de los pájaros, los chillidos de los monos a lo lejos, nada de eso llega a dar expresión real de vida. Toda la existencia parece concentrarse en un segundo, ni eso, en la infinitésima parte de un segundo que se pensara heredera de la eternidad. Sabemos, en cambio, que el tiempo se acaba, y que la situación no nos favorece. ¿Tenemos los presupuestos y los planes?
-Aquí están -respondió ofreciéndole los pliegos oficiales que el mandatario habría de revisar y firmar, y miró entre la inmensa explanada que no hubiera nadie, por si pareciera que hacían algo malo.
-En una semana emprenderemos lo marcado. Tengo la incómoda y exhortante sensación de tener que terminar mucho de lo empezado y darle a todo un final glorioso. Habrá que actuar con especial diligencia, y con inteligencia. Ahora no valdrán las prisas, aunque las haya. Quizás ambicionamos mucho y los acontecimientos pueden superarnos. Esperemos que la crisis no se nos ponga en contra.