Saliendo del Palacio de la Gobernación, el pomposo dictador soltó un alarido a sus hombres:
-¡Nos movemos!
Regresaría a su ciudad, su capital, como Alicia al País de las Maravillas, donde, como siempre, aunque más cómodo, él se vería gigantesco frente al resto del mundo diminuto. Unos soldados se acercaron a él portando un cuadro:
-Excelencia, hemos encontrado esto entre los restos del Museo de Arte Contemporáneo. No queda nada más.
Era una colorista obra de Joan Miró que, con sus rojos brillantes, sus azules intensos y sus deslumbrantes amarillos, contrastaba ante el ambiente general en blanco y negro.
-Cargadlo ahí detrás. Para algo de valor que queda aquí, vendrá con nosotros.
Uno de los lugartenientes, que se le acercaba al momento, le hizo un gesto dubitativo señalando varios listados:
-Encárgate de organizar los turnos para el contingente que quedará en el campamento base -en efecto, iba a conservarse un campamento base, vigilante, junto a las ruinas, con hombres de a pie y una columna de blindados que rondaran la zona-. Quiero que cada soldado que haya permanezca una semana sí y otra no. A los indisciplinados les castigaremos con dos o cuatro semanas de estancia sin que pisen la capital.
-¿Y qué hacemos con esa gente?
Afiló sus espejuelos hacia donde le señalaba. A lo lejos, se oía cómo se disparaba entonces un ferrocarril llevándose de vuelta al grueso del ejército de infantería.
-Llevad a los reporteros a lugar seguro; las cargas están todas puestas y se detonarán en una hora. Los ingenieros te dirán desde dónde podrán llevarse un bonito recuerdo.
Un recuerdo, pensó. Pensó también en que pocos en el mundo reconocerían su guerra, de la cual él era el principal responsable. Esos detalles no debían olvidarse. ¿La que había armado, se podría decir? No se vería como otros conflictos de mayor calado, pero era el suyo. Y él no se quería considerar de los que tiran la piedra y esconden la mano.